sábado, 24 de mayo de 2014

Despedida

A todas y todos los que habéis conseguido llegar aquí pese a que yo no os di la dirección, lo cual demuestra que cada letra colgada aquí es un pequeño milagro. Ya habéis llegado, o estáis a punto de hacerlo. Mientras, perdonadme que aún no salga a recibiros. En una imagen estoy yo cocinando una maravillosa comida mientras vosotros os entretenéis comiendo unas aceitunillas y unas patatas fritas. En la otra, la magnifica cena ya está en la mesa, y soy yo la que tiembla mirando la puerta porque nadie llega, se enfría el pollo, se empieza a poner triste la lechuga, el pan adquiere esa textura de cumpleaños arqueándose en los bordes, un drama... Sé, supongo que ya sabía, que el blog es un quebradizo ejercicio de autoestima, pero soy incapaz de hablar sola. Aún no, no todavía. Mientras, si me perdonais, vuelvo un momento a la cocina, si?

Y digo yo, que menos mal que no se me ocurrió llamar a este blog "idas y venidas de una camarera" o más tipo Blasco Ibañez "cañas y barras", porque el empleo me duró exactamente las nueve horas de mi primera jornada laboral. Podría decir que es mi trabajo más corto, pero mentiría porque dificilmente podré superar, aunque lo que venga siempre sea peor, las dos horas de contrato con Randstaad repartiendo publicidad en la Universidad privada de Nebrija. El autobús hasta allí y la botellita de agua que me regalé me costaron más que lo que gané.


Pero aprendí una barbaridad sobre el ser humano. El caso es que en este curro me esperaban horarios terribles, el justo maltrato del nofumesnobebas, un dia libre a la semana - ya veremos cuando, vale? porque al principio aquí vamos a currar como hijos de puta, vale? y eso no nos lo quita ni diosss-, y un sueldo pues tirando a "qué-poca-verguenza", pero a quién le importa y sobre todo quién puede elegir. Pero vamos, que me echaron. Por lenta y porque una ración de huevos rotos con chistorra bajó a la cocina y subió a la barra unas diez veces. La culpa era, obviamente, de la pringada a la que dificilmente se le veía la coronilla desde la ventana de la barra, la del metro cincuenta y dos con uniforme de invierno-cuello-mao, la que suda, la que pide por favor "esa comanda guárdala que es la cuarta vez que me pones los p.. huevos, porfa". Me echaron, y entonces me volví aún más bajita, aún más lenta y más licenciada en filología eslava que nunca, y durante la media hora de trabajo que me quedaba, en la que mi prioridad era no llorar, sólo conseguía verme camino del gimnasio cada mañana hasta entonces, para hacer brazos mientras Eva, mi monitora, me animaba gritando "la bandeja!, piensa en la bandeja!".

La bandeja se la hubiera metido en la boca al jefecillo que mientras me mandaba a la puta calle me decía "te quiero un montón, chave, no es nada personal". Puede que sea verdad, que la forma de querer sea no desear para los otros la mierda que te comes tú, claro que si el que te quiere te hará sufrir, podía haberme propuesto más horas en lugar de despedirme. Porque yo, tarde o temprano, hubiera dejado ese trabajo. Y no por falta de fuerza en mis biceps, triceps y deltoides, sino porque eso no hay ser humano que lo resista si puede evitarlo. Y yo puedo evitarlo. Pero lo hubiera pasado tan mal para irme, hubiera pasado tanta verguenza, tanta pena, tanta angustia, porque estoy tan pero tan loquita en esas cosas...

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